Mis Cuentos
Por Rafael Navarro Barrón
Ese día el alcalde se fue temprano. Su esposa estaba menopaúsica y requería de cuidados especiales porque los calores le llegaban a cualquier hora del día y el bochorno la hacía perder el hambre, la paciencia y las ganas de vivir.
Para atender tan imponderable circunstancia, doméstica, pero al mismo tiempo oficial tratándose de la primera dama, el alcalde canceló las citas vespertinas y, desde la una de la tarde, el primer piso de la Unidad Administrativa ‘Benito Juárez’, se quedó vacío.
Doña Beatriz, sindicalizada y a punto de la jubilación, se sentía particularmente llena de vida. Era viernes y se vistió para ir a bailar a un salón de mala muerte que se ubica en el corazón de Ciudad Juárez. Nada más le faltaban los tacones que los tenía en el casillero y que luciría al son de “Sergio el Bailador”, que era una de sus preferidas, porque algo tenía Bronco -el cantante, no el pinche político ratero de Nuevo León- que le alteraba las hormonas.
Una foto de José Guadalupe Esparza, del mero Apodaca, estaba en la puerta de su casillero; el cantante le enseñaba los pechos a doña Bety en un espectacular derroche de sensualidad que la afanadora aprovechaba muy bien para sortear el día. Pensaba en su cantante favorito y así podía respirar en medio de tanto gandaya político, en medio de tanto corrupto y desaseado servidor público que se creen cortados con tijeritas de oro.
Era fastidioso limpiar las oficinas del primer piso. En la cúpula del poder todos eran jefes; todos ordenaban; todos querían las cosas en el mundo era ser de cuna pobre.
Además, aquella acuciosa afanadora, tenía tres hijos a los que guiaba con especial vara de hierro pues, en la Fronteriza Baja, las drogas y las tentaciones estaban a la orden del día.
El secretario particular era otra fichita para la administración pública. Se imponía al equipo y tenía un especial don para mentir en nombre del alcalde. Como el señor presidente es un cobarde hasta el día de hoy, un auténtico mujerujo, me reservo su nombre porque tengo temor que me hable y me diga: “querido amigo, te pasaste de la raya”.
El día que los vendedores del Mercado Juárez acudieron para protestar por el hostigamiento de los inspectores de Comercio, el secretario particular les dirigió un mensaje, a nombre del alcalde, claro está, que los dejó, no solo convencidos, sino comprometidos, perplejos, como zombis devorando un pedazo de pierna que se encontraron en el camino.
Flaco, de enormes ojos y mamón hasta la pared de enfrente, era la descripción más afable del secretario particular que había cumplido 48 horas hábiles cortejando a una jovencita recién contratada para auxiliar al secretario privado que, dicho sea de paso, era gay, aunque hay que aclarar que en la actualidad es súper gay y tiene un buen cargo en el gobierno.
El licenciado gay era sutil y aún prevalecía en el ambiente closetero de su vida. Traía de encargo a un guarura de nombre José, al que de cariño le decía ‘Pepito’. El resto del equipo táctico se mofaba de la ocasión. Mulas, como son, le restregaban por radio el apelativo de ‘Pepito’ con particular acento de amanerado.
Pero el particular era un sutil galán. No sé qué vio en aquella jovencita, posiblemente el peligro, que lo convirtió en un Marlon Brandon en la cinta seudo erótica del Último Tango en París. El diálogo mordaz, que regularmente se complementaba con gestos e insinuaciones vulgares, era parte de los mensajes subidos de tono y albures que casi siempre incomodaban a la nobel secretaria que no excedía los 21 años.
El juego de palabras que surgían de la boca del secretario particular era propicio para tipificar un caso de hostigamiento sexual, un vulgar acoso, disfrazado de pláticas de trabajo y de gustos personales; de trivialidades a la horas de laborar.
En eso estaba el galán de pacotilla, cuando la voz de la secretaria del alcalde estremeció la humanidad del ‘licenciado’ cuya afanosa misión era lograr la conquista.
La secretaria del alcalde era una mujer entrada en edad, muy alta. Su personalidad se imponía porque, según los subalternos, tenía más huevos que los principales directores de área, algo muy común en el sector público.
No hablaba, ordenaba y disponía de la estructura, de la gente, de los recursos, del alcalde, de los guaruras a los que les tenía un especial desprecio. Todo lo tenía bajo su resguardo. No se movía una escoba si la secretaria del señor presidente no lo indicaba.
Los que trataban con ella regularmente le mentaban la madre a escondidas. La mención era casi unánime al referirse a su despotismo, por eso el secretario particular le tenía ojeriza. Le decía la bruja.
“Ahí viene la bruja”, decía cuando los enormes tacones retumbaban en el piso de imitación madera o cuando subía las escaleras contiguas a su escritorio, en su tránsito al segundo piso para regañar al Tesorero o al Oficial Mayor a nombre del alcalde.
En el anecdotario quedó la ocasión en que la secretaria llamó por teléfono al jefe de policía y le dijo: “El alcalde lo necesita en la oficina”. Dígale al presidente que estoy muy ocupado, refirió el encargado de la Seguridad Pública. Su tono se tornaba agresivo porque no soportaba esa voz de trueno, agresiva, despótica, muchas veces imprudente.
El comandante estaba molesto ya de por sí, pero la llamada de la secretaria hizo que el vaso se derramara. Hasta en público repetía que esa “pinch…vieja me cae en los meros tanates”.
“Creo que no oyó”, espetó la asistente del señor alcalde “¡lo necesita ya! Deje lo que está haciendo y venga a la oficina. Un silencio marcó el momento. Ambos se quedaron callados, cada quien bufando por su propia cuenta. “Lo esperamos, comandante”.
Esa última frase “lo esperamos, comandante”, taladró el cerebro del jefe de la policía. “Pinche vieja…mamona.”
A los pocos minutos el comandante llegó jadeando. Los lentes Ray Ban no escondían la ira que brotaba de sus ojos como si fueran destellos fulgurantes. Sus escoltas se postraron fuera de la oficina del alcalde, también sudorosos, limpiándose la cara con unos pañuelos de tela que algún día fueron blancos.
El comandante esperó en un silencio sepulcral que lo atendiera la secretaria del presidente. El rechinar de muelas evidenciaba la carga emotiva. La enorme asistente lo llevó a una oficina contigua llena de sillones y le transmitió el mensaje del señor alcalde. “Instrucción urgente”, le dijo.
El señor presidente estaba escondido en su oficina. Las dos puertas estaban cerradas con seguro, temía que el jefe de policía se metiera por la fuerza para reclamar la instrucción. Adentro, junto al político de mayor jerarquía en ciudad Juárez, estaba el secretario particular y el jefe de Comunicación Social.
El sonido del grupo táctico marcando la despedida le dio tranquilidad al alcalde. ¿Qué dijo?, preguntó nervioso y la secretaria simplemente respondió: “todo arreglado, señor”.
Pero aquella tarde de viernes, el alcalde no estaba porque su esposa era menopaúsica y había tenido ciertos cuadros expuestos, con una nueva versión de su despedida como mujer fértil.
Se sentía particularmente triste. Todo le parecía una desgracia. No disfrutaba el triunfo electoral de su marido, ni los placeres del poder, de estar siempre segura, rodeada de policías y de señoras que la elogiaban por ser la presidenta del DIF. No, aquello era como una pesadilla.
Las galanuras del secretario particular estaban a punto de ser suspendidas, de tajo, por la secretaria del señor alcalde. De un brinco se puso frente a la humidad de aquella dura mujer. La estaba retando, haciéndose presente frente a su nueva conquista. “No cruces la raya, licenciado…esta chica viene muy bien recomendada, le indicó en voz baja para evitar que la señalada pudiera escuchar aquel feroz diálogo que enarbolaba el poder, la determinación, la mesura y el descontrol de aquel hombre que estaba inquieto, lleno de lujuria.
“No cruces la línea, estás demasiado galán hoy”, volvió a escucharse la segunda advertencia.
El rostro del secretario se hizo más duro. Respiraba por la nariz como lo hacen los toros de lidia. “Cada quien en lo suyo, ¿qué te parece?”, replicó aquel hombre ya encolerizado. Solo te advierto, no cruces la raya, vino con más énfasis la tercera advertencia.
Aquel presidente municipal había arribado al poder con muchos problemas financieros. La chica a la que refería la secretaria, era hija de un antiguo socio del señor alcalde y su empleo fue parte de una negociación para saldar ciertos compromisos económicos que los unía a ambos.
Ya casi en el silencio de la tarde, cuando las afanadoras municipales empezaban la última ronda de limpieza, un extraño ruido generó que doña Bety, la de Intendencia, se quitara los audífonos y dejara de escuchar al naco de Esparza, el de Bronco que cantaba “que no quede huella”.
Se dirigió a la puerta de la oficina del señor presidente y abrió súbitamente el cerrojo usando una especie de llave maestra.
Los ojos de doña Beatriz se abrieron en forma desproporcionada. Para no gritar ni decir nada, ella misma se tapó la boca. Aquella señora regordeta, que llevaba un delantal y debajo el vestido que se puso para ir al salón de baile de mala muerte, exclamó simplemente: “¡Licenciado!”.
La fiel seguidora de los líderes corruptos del sindicato municipal (por cierto, expertos en acoso sexual), la mujer que se sentía orgullosa de trabajar en la Presidencia, observaba en el fondo de la oficina, sobre la enorme mesa de madera que se ubica al norte del despacho del señor alcalde, al mismísimo secretario particular ¡en calzones!, apenas con unas calcetas obscuras, cubriendo sus pies, porque el ambiente estaba un tanto fresco.
La hija del socio del alcalde observaba con pena, molesta por el momento, aturdida por esa imagen de miseria que la acosaba, que la invitaba a subir a la mesa.
El cuerpo flaco, desgarbado; aquel hombre que llevaba unos calzones guindas, de una marca famosa; que se dejó las calcetas porque el piso estaba muy frío y que, literalmente, hacia pasarela en la enorme mesa donde el alcalde comía y atendía a las grandes personalidades.
Allí, frente a la novata secretaria, el desgarbado y turulato secretario, repetía que esa era su fantasía sexual por excelencia.
Era una fascinación casi de locura cometer sacrilegio en la oficina del mismísimo presidente; posar desnudo en la silla de los alcaldes; y poseer a una mujer en los sitios sagrados del recinto político, a un lado de la bandera de México y de la insignia que representa a Ciudad Juárez.
¡Anímate!, le repetía una y otra vez aquel cachondo personaje a una damita asustada que apenas se permitía levantar la mirada, con un rostro desencajado, igual que el de la afanadora.
La nobel secretaria corrió para unirse con doña Bety. Siguió la ruta de su salvadora, la gorda y la joven corrieron por el pasillo que lleva a los elevadores y salieron por la única puerta de la sala de regidores hacia el pasillo central y de allí a las escaleras para intentar llegar a la salida del edificio.
Mientras, el hombre de todas las confianzas del señor alcalde, corría al baño a taparse sus miserias. Las piernas flacas contrastaban con las de un quijote que estaba en una mesa de centro. El calor obtenido en la pasarela se desvaneció, ahora era un hombre asustado, lleno de incertidumbre.
Faltaba poco para que fueran las 8 de la noche. La secretaria del alcalde marcó a toda prisa el número celular ‘del licenciado’ para indicarle que “el alcalde estaba muy molesto, ¡muy encabronado!…te pasaste de la raya, secretario!”
La mudez fue la respuesta de aquel hombre con patas de canario, de chichicuilote, de garza agónica. Luego la llamada del alcalde, la cual pesco afuera de su casa, todavía en el carro, el secretario particular escuchaba la voz de su presidente que hervía de coraje.
Al alcalde le tronaban las quijadas. Temblaba todo él de coraje. “Oye, investígame quien fue el galán, hijo de su ching…madre que estaba en mi oficina con la hija de mi socio… ¡y me lo corres!, ¿oiste?, ¡me lo corres!, gritaba aquel hombre con un furibundo malestar, tocándose el pecho, como si le fuera dar un infarto.
¡Me dicen que era un cabrón flaco, sin nalgas! Un cabrón de poca monta, que me dejó bien asustada a la muchachita.
El siguiente lunes, el señor presidente arribó a las 8 de la mañana. La adusta secretaria, con su voz tronante y llena de soberbia, lo esperaba en el escritorio de siempre.
El secretario particular lo recibió con la agenda en la mano y a las 9 de la mañana lo acompañó a un evento oficial.
La joven acosada fue corrida de su cargo, porque se le perdió la confianza…y Bety, hoy jubilada y llena de emoción porque por fin conoció a Bronco, fue la que nos contó esta historia.
Todo parecido con la realidad, no es mera, es pura coincidencia. Dedicado a las mujeres que son víctimas de auténticos miserables con poder.