¡SOS nos invaden!

1877

Luro Verum

Por Rafael Navarro Barrón

Los pies descansan sobre el pedestal de la silla de peluquero, que está totalmente abatida, de tal forma que el cuerpo del cliente se observa como acostado.
Y allí, frente a mis ojos, descubro que el ‘acostado’ es un gay barbado, que vulnera el sacrosanto santuario de la masculinidad, que es la peluquería Alameda.
El negocio de la Avenida de la Raza ha sido la cuna de los heterosexuales juarenses. Muchos de sus peluqueros han pasado a mejor vida y las generación que da vida a la tijera y el peine, ha visto crecer a los niños que hace varios ayeres tuvieron sobre su cuerpo la capa de peluquero.
Todo empezó con esa modita pinchurrienta. De Europa llegó el estilo de esas mamonas barbas agriegadas. Es una epidemia mundial que fascinó a los gays porque en ellas esconden su falta de masculinidad.
Antes de que el pelambre facial fuera objeto de tratamientos finos, a base de aguacate y argán, el hombre se la jugaba con una navaja de afeitar y la olorosa crema Gillette. En el peor de los casos con un Camay de tocador y un maltrecho rastrillo que perdía el filo en dos días. Así era antes. El arañazo de la maltrecha hoja de afeitar, era sinónimo de masculinidad; nada de dramas, era un orgullo.
Con frecuencia pienso en dónde están los defensores de la perdida masculinidad. ¿Por qué hemos dejado que nos aplasten las fuerzas malignas que atentan contra nuestra vocación de ser hombres?


Lo debo de decir alto: ¡me rebelo ante las películas y series donde intentan hacer de la homosexualidad y el lesbianismo un modelo de vida! No soporto observar a un par de mariquitas dándose besos o abrazados, mucho menos en una cama, como si fueran una pareja convencional.
Por eso mi repudio a los grupos morenistas y petistas, al perredismo enfermo cuyas tribus están impulsando, a nivel estatal y nacional, las corrientes lésbicogays como un modelo cultural de vida. Nada de eso, es la trampa mortal para transferir sus gustos personales, sus perversiones, hacia una sociedad que no despierta y discierne lo grave del asunto.
Me rebelo ante los diputados que se les hace agua la canoa y a las legisladoras que les gusta machorrear y difunden sus preferencias como un modelo de vida que, por la ley de sus gónadas, debe creen que debe ser replicable.
Antes, los partidos políticos, referían con honor sus cuadros de base: el sector obrero, el sector patronal, el sector agrícola, el sector magisterial, el sector femenil, el sector juvenil. Pero todo cambió gracias a esos enfermos políticos de quinta que viven con ansias en la cola.
Los partidos, presionados por esas corrientes proselitistas a favor del aborto, los matrimonios del mismo sexo, la eutanasia, la pedofilia, han tenido que incluir a los sectores lésbicogays y sus banderas que resaltan el arcoíris bíblico que nos robaron, infamemente, a los creyentes en Dios.
Seamos explícitos: Dios se asqueó de los homosexuales y de todas las aberraciones del hombre. El relato del libro del Génesis resalta el dolor del Señor al ver las aberraciones humanas y, como respuesta del Cielo, envía un diluvio para destruir todo lo que habite sobre la faz de la tierra.
Concluido el diluvio que cubrió toda la tierra, Dios mandó el arcoíris como un pacto con el hombre de que nunca más volvería a inundar la tierra… ¿y qué creen? Los gays, ignorantes de la historia bíblica, tomaron el símbolo de pacto como bandera de lucha.
Pienso y exijo: nada de mariconerías, ni rituales tan ofensivos a la hombría y a la feminidad. Esa marrullería que se traen los metrosexuales, bien parece un acto de jotería encubierta. Las uñas de pies y manos finamente tratadas con manicuras a base de barniz de uñas, son una ofensa a la visión masculina.


Y cuando los metrosexuales son confrontados y se les pregunta, abiertamente sin ambages: ¿eres gay?, el individuo se molesta, fanfarronea mostrando una falsa masculinidad… entonces uno piensa que es un closetero con una pronunciada prevalencia de cromosomas femeninos.
En lo particular, lo aclaro, no tengo prejuicio contra los nuevos (o nuevas, caray que confusión) inquilinos de la peluquería, que históricamente ha albergado a los hombres-hombres. No soy ingenuo, sé que existen subterfugios donde cohabitan, con cierta discreción, aquellos escurridizos de doble vida que se cuelan en todos los sectores humanos.
Cómo saber si ese bigotón, con botas vaqueras, cinto piteado, gorra de los Dogers y pantalón de mezclilla, es una niña vestida de hombre. ¡Imposible saberlo!
Ricky Martin enamoró a la generación de su época. Hubo mujeres que se desmayaron frente al cantante; se le inventaron amoríos, historias de seducción con mujeres ricas y talentosas…todo era falso: al afamado artista le gustaban los hombres.
Mi real problema en la peluquería, es el tiempo que ocupan los sillones de la negociación; qué necesidad tenemos de estar observando a los fígaros frotar el rostro de estos ‘especiales’ clientecitos; observar las toallas calientes sobre los rostros cínicos; el conflicto es que acuden a las peluquerías de hombres a quitarnos el tiempo, mientras ellos embellecen (¡qué horror!).
La Peluquería Alameda, frente al Colegio Teresiano, es distinción y estatus para los heterosexuales. Y la honra queda, porque desde hace años, la empresa decidió no sucumbir a la mercadotecnia y se sostuvo en la idea de tener peluqueros y no estilistas.
Repito: no hay homofobia. Aunque con sinceridad creo que ese grupo usurpador se cree cortado con tijeritas de oro. ¡Orgullo gay!, dicen. Me pregunto: ¿qué orgullo puede tener un individuo al que le gusta que le piquen el trasero? ¿En dónde queda el orgullo cuando han cedido a su voz de hombre y ahora hablan con una vocecita arrastrada y taladrante?
El reloj está por marcar las nueve de la mañana, el frío cala afuera y se mete detrás de cada cliente que llega a preguntar si hay espacio. Como si fuera una manda, tenemos que esperar a que los peluqueros hagan toda la faena a un par de modositos que gozan el momento en la silla de los peluqueros.


El olor a alcohol, crema de afeitar y gel con sábila inundan el ancestral negocio que ha atendido a políticos, periodistas, maestros, artistas, empresarios, proxenetas, agiotistas, policías, gobernadores, narcos…y gays.
Es también el cadalso de cientos de estudiantes greñudos que son suspendidos por no sujetarse al ‘natural oscuro’ que exigen los prefectos y directores de escuela.
Hay cinco antes que yo, tiempo suficiente para leer al cada vez más famélico Diario de Juárez, que está a punto de fenecer por falta de noticias y publicidad.
Los peludos varones entran y salen. Atónitos, profundamente homofóbicos, preguntan ¿cuántos hay por delante? Yo les respondo con la mente: “cinco varones y como quinientos gays”, me río de mi osadía. Y Jorge, el encargado, lanza citas a diestra y siniestra para que no esperen en el pequeño espacio que, a causa del Covid, se ha reducido por aquello de la ‘sana distancia’.
Sin ninguna compasión, los infiltrados al nuestro santuario heterosexual, se han apoderado de los sillones y de los peluqueros. Les hablan a sus celulares personales para que los atiendan en la exclusividad, marcando territorio con sus gratificantes propinas.
Y yo espero…¡una hora!, porque uno de los peluqueros se aferró a esperar a su espléndido cliente. Dicen que el éxito de esos modositos son las propinas que dejan a los peluqueros, además de pagar la pelada y la rasurada.
El gran problema es que los gays son muy huevones y es de mayor estatus que un peluquero les arregle la barba, porque tienen miedo rasgarse el rostro, arañarse el cachete, ¡como los hombres!
Casi a las 10 de la mañana, el ejército de peluqueros está en sus puestos de batalla. Ahora me toca a mi. Pido un corte de caballero y allí estoy, en el sillón donde se han sentado tantos juarenses, tantos niños que ya son adultos, tantos ciudadanos de bien que ya no están con nosotros.
Es la peluquería Alameda y su equipo de peluqueros que, sin que nosotros lo sepamos, les ponen sobrenombres a sus clientes, así los conocen mejor, los ubican y se desquitan de los que se creen de sangre azul; porque el tiempo aniquila los pies de los barberos y también su paciencia.
Porque han estado allí, como guerreros de la navaja, de las tijeras, de las máquinas de afeitar, del alcohol y los peines. Porque al final de cada corte, nos muestran su obra de arte y como retribución, una propina y a veces ni las gracias.