El gobernador Santoscoy

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MIS CUENTOS

Por R. del Avellano

Cuando Vinicio Santoscoy se levantó aquella mañana su esposa, Amalia Méndez, preparaba el vestido y las zapatillas que utilizaría para la toma de protesta que estaba prevista para las siete de la tarde. Personalmente decidió planchar la camisa blanca con la que el nuevo gobernador asumiría el máximo cargo que se le confería, precisamente, a su marido.

Amalia era una mujer alta, que procedía de las zonas montañosas de la Tarahumara que se sentía orgullosa de su marido.

Todo estaba previsto para que, en unas horas, Vinicio Santoscoy recibiera las llaves del palacio de gobierno para demostrarle al pueblo lo que es vivir bajo un auténtico régimen democrático.

Después de años de lucha, la justicia había llegado a sus vidas y pensaban que era el mejor momento para demostrar que sus peripecias políticas eran una real demostración de lo que sería el mejor gobierno de todos los tiempos. Así pensaban los Santoscoy y lo creían, como si fuera un dogma de fe.

Amalia razonaba para sí que, tratándose de un hombre tan justo, tan equilibrado, peleado con las mentiras, sería un gobernador exitoso, transformador.

La abnegada mujer serrana, con la que Vinicio había contraído nupcias por la iglesia y por el civil, les platicó a sus familiares que Santoscoy sería una garantía en la misión de salvaguardar el dinero del pueblo.

Con su misma vida, enjundia y patriotismo le había jurado a Amalia que defendería la caja fuerte de la Tesorería. Así fue de claro Santoscoy y la esposa le creía cada palabra.

– ¡Aunque te burles, mamá!, así como lo oyes, mi esposo cuidará cada activo del gobierno. Te lo voy a decir una sola vez: ¡yo meto las manos al fuego por Vinicio y tú deberías de hacer lo mismo!

– ¿Y lo huevón ya se le quitó?, preguntó con cierta acidez doña Eduwiges, la madre de Amelia.

Los debates familiares eran constantes. La suegra había vivido dos años con el matrimonio, que aún no encargaba familia y observaba las peripecias del yerno. Era mentiroso, huevón, fantasioso y bohemio. Ese era el concepto que doña Eduwiges platicaba a al primer círculo de la familiar y a los amigos cercanos de la Alta Babícora.

En el pueblo donde nació Amelia era un secreto a voces que Vinicio Santoscoy era engreído, flojo, explosivo, soberbio y borracho.

Para la mamá de Amelia era imposible entablar un diálogo con su yerno que la veía como muy poca cosa y le recriminaba la ausencia paternal, pues el esposo de Eduwiges, el señor Méndez, como le decía Santoscoy había huido del hogar a Estados Unidos y nunca envió un money order, ni escribió una carta para informar en dónde se encontraba y cuándo iba a regresar.

Eduwiges, no lo extrañó un solo día porque era una mujer con tintes feministas. El 8 de marzo salía por las calles del pueblo, vestida de blanco con un pañuelo verde en el cuello y gritaba las consignas de las luchadoras sociales:

-¡Mujer, escucha ¡Esta es tu lucha!”;“La policía no me cuida, me cuidan mis amigas”; “Si tocan a una, nos tocan a todas”; “Mujer: ni sumisa ni devota, te quiero libre, linda y loca”.

El jefe de policía, que era amigo de Eduwiges desde la niñez, nunca se oponía en el camino de la única feminista de la Alta Babícora, hasta después del 8 de marzo. Ese era el tamaño del miedo que imponía la suegra del nuevo gobernador.

Y era claro que Santoscoy tenía momentos explosivos. Por ejemplo, cuando observó que la camisa blanca que llevaría a la toma de protesta ya no tenía los dobleces al frente, estalló en cólera.

-Amalia, ¡¿qué hiciste con mi camisa?!, está más arrugada que los rollos del Mar Muerto.

Se refería a la camisa Charvet, comprada en Francia, cuando fue diputado. La tuvo por años cubierta con una bolsa de plástico para un día muy especial. Aquel momento había llegado a su vida.

La tienda que le vendió la prenda de vestir se había fundado 1838 en la parisina plaza de Vendôme y, para atraer a los incautos, promocionaba que figuras como el rey español Alfonso XII, el mandatario británico Winston Churchill y el presidente norteamericano John Fitzgerald Kennedy, entre otros muchos personajes, habían utilizado las costosas camisas, que tan solo al verlas demarcaban su finura.

Pero Amalia había echado a perder aquel momento. La camisa fue planchada tantas veces que desaparecieron las marcas de origen que la casa Charvet coloca en ambos lados. Es como un toque distintivo y el futuro gobernador tenía intenciones de lucirla aquella noche. De tanta planchada, la camisa Charvet se arrugó como los pergaminos de Qumrán.

Del reclamo Vinicio pasó a los insultos. Le mentó la madre a Cenobia que nada tenía que ver en el accidente. Luego el silencio. Ahora Santoscoy tendría que llevar una camisa común, comprada en la tienda Suburbia. Eso lo martirizó desde que abrió los ojos en aquel día de octubre.

En el silencio de su recámara empezó a repasar el discurso más importante de su vida. Iniciaría con una frase de un santón de su partido, ‘El bananas’ Luis Mendoza, un abogado que nunca se casó y que murió de viejo, pero que dejó una enorme enseñanza a sus correligionarios. La más importante de las lecciones fue el amor con el que cuidó a su madre hasta el día en que se quedó dormida y ya no despertó. Ese solo acto era más ilustrativo que todos los discursos, según Santoscoy.

Vinicio cerró la ventana que daba el exterior de la residencia oficial y bajó la cortina. Desde ese sitio podía ver una parte de la capital del Estado que en unas horas empezaría a gobernar junto con otros 66 municipios.

Más tarde se colocó frente al espejo Hollywood de cuerpo entero, que tenía cinco focos de cada lado y tres en la parte superior, además de un taburete que servía como escalón. Con el texto del discurso en las manos, dando la cara a ese público imaginario, el futuro gobernador empezó la pieza de oratoria:

-“Lo dijo mi querido maestro, el insigne e ínclito abogado Luis Mendoza, en paz descanse: La política es el arte de servir…jamás será una acción nefasta y corrupta, que nos lleve a la ignominia de la indecencia…” Y luego seguía el saludo al pueblo:

-“Estimados conciudadanos: hoy empieza un futuro real, un futuro cierto para nuestro pueblo glorioso…”

El bigote desaliñado lo obligó a detener aquel vehemente discurso que estaba previsto para que concluyera en 60 minutos. Santoscoy se peinó el bigote. Estaba parado sobre el taburete de madera que venía integrado al espejo.

Y mientras Vinicio practicaba su discurso, Amalia había pasado cuatro veces por el pasillo ubicado al exterior de la habitación; Cenobia, la sirvienta, que era de Cuchillo Parado, la cuna de la Revolución, había transitado por ese mismo lugar dos veces. Detrás de una y de la otra, las uñas de Creta, la mascota canina de los Santoscoy pasaba frente al portal arañando el piso de madera.

Vinicio estaba de nervios.

-¡Con una chingada, pueden dejar de pasar por el pasillo y amarrar a esa pinche perra!

La crisis regresó a la habitación de Santoscoy cuando Creta pasó a toda velocidad jugando con uno de los zapatos, que el futuro gobernador utilizaría en la toma de protesta.

-Pinche perra, ¡A ver quién le quita mi zapato a Creta!, gritó como energúmeno. Los ojos estaban desorbitados.

Vinicio Santoscoy era un flaco encorvado, que medía un metro setenta y tres centímetros. Un problema en los huesos de los pies provocaba que se movilizara con cierta dificultad. Había sido operado de un bulto óseo que se desarrolló en la articulación, alrededor de la base del dedo gordo.

Un médico le explicó que el hueso conocido como el primer metatarsiano se había ido hacia el exterior del pie en la base del dedo gordo en lo que se denomina hallux valgus.

Ese día, con el cambio de temperatura ambiental, tenía unas punzadas agudas en ambos pies. Pero el problema no era la temperatura exterior, sino el momento de agudo nerviosismo que lo hacía sudar y luego tener frio.

Además, era un obstinado empedernido que le gustaba caminar descalzo sobre la alfombra café que cubría toda la habitación.

En la cúspide del discurso, se quitó la bata de baño y quedó en calzoncillos. Allí estaba, el futuro gobernador, montado sobre el taburete con la ropa interior blanca, de la marca norteamericana Fruit of the Loom, que fabrica ropa interior desde hace 150 años.

La figura larguirucha sobresalía en aquel cuarto, era como una escena de los judíos durante el holocausto, a punto de ser llevado a los hornos crematorios.

Santoscoy, no se inmutaba. Se sentía soñado, como nunca en su vida. Practicaba la fonética, el movimiento de manos, las gesticulaciones, las frases demoledoras para la oposición. Cuando se metió de lleno a la pieza de oratoria, aplicaba el exordio en la búsqueda de despertar el interés y generar empatía con la audiencia; luego el cuerpo de aquella palabrería, que era la parte central del discurso y por último la peroración con la que concluía el mensaje.

Entonces llegó el éxtasis. La réplica de San Sebastián, el seguidor de Cristo que fue asaeteado y finalmente murió a punta de garrotes con una túnica blanca en sus partes nobles, llegó a la conclusión del discurso.

Se preparaba para agradecer a su público imaginario por haberlo llevado a la gubernatura, cuando Cenobia entró a la habitación para dejar los zapatos ya limpios y sin la salivación de Creta.

Ambos se miraron sorprendidos. Aquella mujer serrana, de padre indígena y madre mestiza que por azares del destino nació en Cuchillo Parado, tenía la peculiaridad de tener la cara más redonda de lo normal, como los Tarahumaras de la alta Babícora. El rostro, como una luna se puso rojo e, instintivamente, corrió a la puerta para huir, pero el político se movió primero, a toda velocidad, en la búsqueda de su bata de baño.

El asunto no pasó a mayores. El calzado, nuevamente aseado, estaba en el interior de la habitación y Santoscoy se había cubierto con la bata de baño.

En la parte exterior de la residencia del gobernador y la primera dama se había estacionado una camioneta Suburban, con un blindaje número cinco. Los elementos de seguridad habían revisado los alrededores y la casa de los Santoscoy estaba a salvo. Ni francotiradores, ni grupos de mercenarios, ni sicarios al servicio del narcotráfico, ni cobradores de Coppel, ni repartidores de comida de Uber Eats, ni siquiera los militares que fungen como orejas del gobierno federal para colocar micrófonos ocultos, estaban cerca del hogar de los Santoscoy. Nada. El futuro gobernador estaba a salvo aquel día.

Luego llegaron otras dos unidades. De una de ellas descendió el nuevo secretario de Gobierno, que tenía un profundo parecido con el expresidente oaxaqueño Benito Juárez. Había sido compañero de lucha del nuevo gobernador, además habían recorrido juntos el camino legislativo, en ambas cámaras federales.

Emiliano Zaldívar entró a la casa de Santoscoy con la confianza de siempre. Lo acompañaba el subsecretario de Gobernación y dos jóvenes que, a partir de ese día, serían los encargados de atender las actividades públicas y privadas del nuevo gobernador.

Santoscoy estaba aún envuelto en la bata de baño. Ni siquiera se había bañado, ni había comido. Estaba pegado al teléfono atendiendo detalle a detalle la ceremonia de toma de protesta.

A las once en punto, Amalia y Cenobia entraron a la habitación, junto con Creta. Llevaban el desayuno para Santoscoy: un platón con fruta recién picada donde sobresalía el melón bañado con miel y granola. En otro recipiente un par de huevos tibios y dos piezas de pan con mantequilla.

En la planta baja de la residencia oficial se analizaban los detalles de la logística ya que habían invitado a celebridades de la política, principalmente a los dirigentes nacionales del partido de Santoscoy y a gobernadores de la misma línea política.

El presidente de la república que no bajaba de pendejo a Santoscoy envió a un representante de tercer nivel para que, el futuro gobernante, sintiera el rigor de su poder. El todopoderoso no se dignaba a pisar el suelo que gobernaría uno de sus más recalcitrantes críticos.

A la una en punto, con el mejor vestido disponible en las tiendas de la Alta Babícora, entró doña Eduwiges y dos hermanos de Amelia. No saludó ni se inmutó por la gran cantidad de personas que se encontraban en la parte baja de la residencia del nuevo gobernador.

Un guardia de seguridad le preguntó su nombre y la de sus hijos y esto encendió a la mamá de la primera dama.

-Quiero preguntar, dijo Eduwiges en tono impositivo, fuera de sí… ¿cada vez que venga a tu casa, voy a tener que pasar por las manos de estos guaruras del demonio? Te advierto que soy feminista y no lo voy a permitir…

Amelia guardó silencio porque en ese momento, Vinicio Santoscoy aparecía en escena con el traje oscuro que escogió para la toma de protesta, la camisa blanca y los zapatos que babeó Creta. Aquel hombre engreído, sabedor del poder que el pueblo le había conferido, no saludó a nadie. Ni a su suegra.

En la puerta principal estaban dos funcionarios del gobierno saliente que acudían a comunicar al licenciado Santoscoy que el gobernador saliente no acudiría a la ceremonia de sucesión. Además, llevaban una carta personal del hombre que ese día le entregaba las llaves de palacio al nuevo jefe de la comuna.

-¡Ustedes no son bienvenidos a mi casa!, espetó Santoscoy.

Se trataba del secretario general saliente, el licenciado Edmundo Rivero; el otro era el ex director de Gobernación, Alonso García Marín.

Con la frialdad de los matanceros del rastro, se acercaron a Santoscoy y le entregaron un documento.

Santoscoy lo tomó en sus manos y mirando a los interlocutores rompió el sobre y lanzó al aire los pedazos. El silencio era más que evidente.

El licenciado Zaldívar con más prudencia y mano izquierda, se acercó a los enviados del exgobernador y les pidió, casi en secreto, que perdonaran a Santoscoy, que estaba nervioso por el evento que estaba en puerta.

-¡Dígale a su patrón que conmigo no van las pendejadas!, ¡así dígaselo!, expresó en un tono imperativo Santoscoy, interrumpiendo el diálogo entre Zaldívar y los enviados del exgobernante.

Fue entonces que la voz de Alonso García se escuchó en aquel espacio de la residencia oficial que, a esa hora, albergaba a más de 30 personas. Aprovechó la ventaja de haber conocido a Santoscoy en el Congreso del Estado. Ambos fueron miembros de la comisión de Gobernación y habían combatido ferozmente, en posiciones opuestas, las propuestas legislativas que el gobernante en turno enviaba al pleno de los diputados.

-Señor gobernador, expresó ceremoniosamente el abogado García…

La frase fue interrumpida por Santoscoy.

-Evita lo que me quieras decir, licenciado. Simplemente retírense y adviértele a tu patrón que no descansaré hasta que esté en la cárcel, por corrupto.

Alonso García asintió con la cabeza y junto a Edmundo Rivero se retiraron del lugar. Cuando arrancaron el auto, el licenciado Zaldívar mostró a Santoscoy una copia del documento que no había querido leer.

La carta era una súplica del gobernador saliente, Fernando Iriarte para que la administración de Santoscoy no lo persiguiera ni política ni judicialmente. A cambio entregaría una información de suma importancia para poder llevar a juicio a personas que militaban en el mismo partido de Vinicio que estuvieron cobrando en su nómina.

Además, en la lista, estaban incluidos los nombres de cinco obispos, catorce sacerdotes, nueve periodistas, doce políticos de la oposición, incluyendo los del partido de Santoscoy. Iriarte le llamaba la ‘nomina secreta’.

Más de 30 pares de ojos, incluyendo los de Eduwiges, su suegra y Cenobia, la sirvienta, estaban puestos sobre Santoscoy que, en forma súbita, cortó el momento.

-Vamos por nuestros invitados, dijo al tiempo que se acomodaba el traje tomándolo de ambas solapas.

El vehículo blindado emprendió la ruta hacia el aeropuerto privado de la capital. Nuevamente el silencio. Santoscoy iba pegado al vidrio, meditaba cada momento; Zaldívar escuchaba un mensaje de voz en su teléfono; los nuevos asistentes del gobernador viajaban en el asiento de atrás esperando las primeras instrucciones.

Al frente de la unidad iba una camioneta tipo pick up color blanca que abría el paso. Detrás de la blindada, otras dos camionetas con las mismas características que la primera, que se encargaban de cuidar la retaguardia.

Santoscoy cumplía el sueño más importante de su vida política. A las siete de la tarde, sin mayor preámbulo que la letanía oficial de “cumplir y hacer cumplir las leyes de la Constitución”, se convirtió en gobernador constitucional del Estado.

Al día siguiente, se cumplió el presagio de la profeta Eduwiges, su suegra. Vinicio Santoscoy despertó a las once de la mañana, como todos los días. Se subió al taburete del espejo Hollywood y, en calzoncillos, como un día antes, expresó:

-Pueblo querido, ya soy su gobernador y puedo hacer lo que me dé mi chingada gana.

Y así gobernó, con el peso de la profecía de su suegra, como un huevón que nunca pudo hacer nada por su pueblo, al que juró gobernar y darle prosperidad.

Al tercer día, se comunicó con su amigo Alonso García Marín, que se encargó de entregarle la nómina secreta del exgobernador y así, Santoscoy, estuvo al frente de la administración estatal durante los siguientes 5 años, persiguiendo a todos los que venían en ese listado, con el odio suficiente con el que su suegra, Eduwiges lo describió.

Y todos los días se subía al taburete del espejo Hollywood. Y como a diario, se quitaba la bata de baño y quedaba en calzoncillos. Lo hacía para expresar una vehemente y diarreica pieza de oratoria para un pueblo al nunca pudo gobernar, pero si le hizo mucho daño.

(Los personajes son ficticios, cualquier parecido con la realidad de nuestro estado, es pura coincidencia)