Por Rafael Navarro
En la administración del priista César Duarte Jáquez, las oficinas del gobierno del Estado en Ciudad Juárez encerraron la sospecha de haberse convertido en un lugar insano, pecaminoso, lleno de lujuria y otros pecados capitales; con Javier Corral, el asunto no se compuso: las historias sobre el culto al dios Baco, el ‘señor del alcohol, la locura y el éxtasis’, permearon en el recinto oficial…
Quienes llegaron a asumir los cargos conferidos por Maru Campos, decían que se ahogaban en esas oficinas. A una secretaria le faltó el aire y tuvo que ser atendida de emergencia; la misma suerte corrió una afanadora que mejor dejó la escoba y el trapeador y se fue a trabajar a una maquiladora.
Dicen que por algún tiempo quedó muda. Solo hablaba para lo elemental, pero su silencio era espeluznante. Sus compañeros dicen que fue por “algo que vio” mientras hacía el aseo en una de las administraciones del pecado.

Hay quienes han visto fantasmas en pueblito mexicano
De todos estos asuntos enteró el ‘alto mando’ de la administración estatal. Como era un tema complejo lo más cercano que tenían a la mano era la referencia del cuento ‘El Fantasma de Canterville’, del escritor británico-Irlandés, Oscar Wilde.
Alguien del departamento de intendencia juró ante los jefes de la empresa a la que el gobierno concesionó el servicio que, cuando el edificio estatal estaba solo, sus paredes crujían y de la oficina de la gobernadora Maru salían gritos de terror, como si un ser atormentado del más allá (“o posiblemente del más acá”) estuviera atorado entre las paredes.
Cuando caía el sol, nadie se acercaba al punto. Las dos o tres almas de la seguridad privada y otros cuatro del escuadrón de la escoba y el trapeador, habían acordado colgarse las tres versiones del escapulario que vendían en el templo de San Lorenzo.
San Benito, San Lorenzo y San Judas. ¿Quién podría contra esos poderosos santos?, alegó uno de los conserjes. Era como la versión espiritual de la Liga de la Justicia.
El equipo de intendentes barría las dos escaleras que comunican a la oficina de la representación con un ‘Rosario’ en la mano. Un día una señora que sufría presión alta y diabetes, se desmayó cuando observó que el ascensor se movía solo. Cuando el elevador abrió a puerta, aquella miserable mujer cayó al piso.
Desde ese día barría cuanto lugar le tocaba como San Martín de Porres, el santo peruano de la orden Dominica, el que mostraba su humildad con una escoba en la mano. Ese santo negro se había convertido en el protector del equipo de conserjes.
El gabinete fronterizo de Maru realizó una reunión emergente. El hombre de más alto rango en las oficinas de gobierno, en Ciudad Juárez, asumió el liderazgo espiritual del aquel momento. Sabía de asuntos de fe, por vocación propia y por un hermano que era sacerdote y que cuando se juntaban, aparte de hablar de futbol, tenían profundos diálogos teológicos y filosóficos.
Palabras más o palabras menos, el funcionario les advirtió que “no podía exponer a la gobernadora” a una circunstancia tan penosa e inexplicable y hasta se atrevió a leer, en voz alta, los desmanes del Fantasma de Canterville cuando el muy osado arrastraba las cadenas por el pasillo de la nueva mansión de la familia Otis; todo, por asustar a la familia norteamericana.
Como el asunto salía de las manos institucionales y no existía en el gobierno un manual para espantar ‘aves de mal ahuero’, o para hacer frente a ‘fantasmas penantes’; los diputados no habían legislado ninguna vez sobre las ‘ánimas vagabundas’ y los ‘demonios chocarreros’, decidieron pedir la opinión de un ‘cristiano’ que estaba a punto de ser contratado como funcionario público.
Las advertencias de aquel ‘hermano separado’ ocasionaron un caos en las oficinas estatales. Recomendó leer el libro de Rebecca Brown, titulado ‘El vino a dar libertad a los cautivos’. Aquella novela los sacudió, pues en la presentación aparecía una frase sumamente perturbadora: “No lea este libro, si no está seguro de tener la salvación y una buena relación con Dios porque el demonio lo puede poseer”.
El libro y la consejería se desecharon porque advirtieron que al meterse en el terreno de los ‘protestantes’, tomando como guía las enseñanzas de los seguidores de Martín Lutero, sería vista como una osadía por el obispo José Guadalupe Torres Campos. Se molestaría y enviaría una segura queja con la gobernadora Campos Galván.
Además, entre la nueva camada de funcionarios había uno, en particular, que no dejaba de repetir la premisa que hizo popular el finado sacerdote José Solís, conocido como el ‘Padre Cholo’: “católico ignorante, futuro protestante”.

DEP. EL PADRE CHOLO
No, era mejor no meterse en problemas teologales y acudir a la iglesia que le daba cobertura espiritual a la mayoría de los funcionarios de Maru Campos y a la mismísima gobernadora.
Fue entonces que se les ordenó a las secretarias de la Representación estatal buscar en el raquítico directorio telefónico, justamente en la letra ‘E’, la especialidad de ‘Exorcistas a domicilio”. Pero no, ese oficio sagrado no aparecía ni en la sección blanca ni en la sección amarilla.
Cuando todo parecía perdido y las almas en pena de agrupaban en las oficinas centrales del Pueblito Mexicano, un personaje comprometido con su fe. Adentrado en el santo oficio de los Jesuitas, admirador del Papa Francisco, además voz conocedora de los entuertos de la fe, dio su opinión clara y sincera.
Este hombre de la vieja escuela se jactaba de conocer casi todos los cantos religiosos de los católicos y protestantes; eran tan empático en los asuntos de la fe que convivía con monjas y sacerdotes. Con el único que no convivía y, por lo que resta de vida, no quería saber nada de él, era con el sacerdote Mario Manríquez, a quien consideraba muy ‘ojete’. Aquel versado hombre, admirador de San Ignacio de Loyola no perdonaba que el tal cura Manríquez haya utilizado la figura del finado Papa a Ciudad Juárez, para hacer negocio.
Con la voz y autoridad que solo tiene un hombre conocedor de la fe, aquel hombre dijo: “Solo hay un camino para este entuerto”. Su cara como que se iluminó con estas palabras.
Todos miraban sus labios en espera de la respuesta que, dolorosamente, se tardaba en salir al exterior.
“¡El padre Eduardo Hayen…!, nuestro exorcista diocesano”; consagrado por uno de los Papas -no estaba seguro si Francisco I o Juan Pablo II. Pero era el único encargado de echar fuera los demonios y animas penitentes en la demarcación diocesana.
Con el mismo sigilo con el que los partidos políticos realizan los ‘destapes’ de sus candidatos, una comisión visitó al padre Hayen. Le llevaron las evidencias y le hicieron saber que los dos gobernadores anteriores a Maru, habían hecho, cada uno por su lado, sus fechorías en las oficinas de gobierno.
“¡Sabrá Dios qué hicieron en esas oficinas, Padre!, pero la gente como que se ahoga… les falta el aire y en una ocasión “a alguien como que le soplaron en el oído”, dijo uno de los funcionarios que componían la comisión encargada de solicitar el exorcismo.
“Eso sin contar la ocasión en que el ingeniero Mario Dena, el representante de Javier Corral en Juárez, escuchó claramente una voz que salía del baño que decía, con voz cavernosa: el gobernador es un pinche ojete”, aseveró otro de los comisionados.
Vestido con sotana blanca, una estola con bordes dorados con las letras en ambos lados ‘JHS’, el Padre Cuarón entró a las oficinas de gobierno. Caminaba y saludaba a su paso; le dio la bendición a tres compañeros de intendencia y, en ese mismo instante, los escapularios de la ‘Liga de la Justicia’ espiritual fueron roseados con agua bendita.
El prelado entró primero a la sala de juntas. Roció agua bendita y lanzó las proclamas del Manual del Exorcismo de la Santa Iglesia Católica. El agua chorreaba por las paredes, por la mesa, por las sillas, por el aparato donde se preparaba el café, por el piso.
El agua cayó sobre una secretaria y sintió la presencia de Santa Rosa de Lima.
Aquel lugar pecaminoso era limpiado a su paso por el único exorcista de la diócesis juarense; luego entró a la oficina del ‘Representante’ de Maru. El agua en los sillones, sobre el escritorio, sobre las sillas, sobre los libreros, sobre los cuadros y paredes… hasta en el baño echó aquella bendición líquida y aunque el silencio era notorio no escuchó lamentos ni nada que se le pareciera.
El exorcista se preparó mental y espiritualmente. A poca distancia era seguido por los funcionarios de primerísimo nivel, dos o tres, nada más. Aquella maniobra espiritual tenía que ser en total sigilo. Era para desbaratar el aquelarre del pasado.
Uno de los funcionarios había sido monaguillo en sus años mozos y ayudaba al sacerdote en aquel santo, pero perturbador oficio.
Frente a la oficina de Maru, el cura levantó la voz y el Manual del Exorcismo. Se persignó y convocó a los presentes a que hicieran lo mismo.
El sacerdote Hayen abrió los ojos de una forma descomunal y repitió las palabras del Padre Lankester, que se hizo famoso en la laureada película de la década de los 70’s, El Exorcista: “El diablo los puede confundir, no le sigan el juego. Cualquier cosa que escuchen, no le crean”.
Como el Arcángel Miguel, el clérigo juarense ingresó al despacho, no con espada, ni con ejércitos, sino llevando en sus manos el Manual Especializado en expulsar demonios y la botellita de agua vendita, que estaba a punto de quedar vacía.
Ataviado con sus ornamentos clericales, luchó contra las huestes de maldad de las regiones celestes, echando fuera a todas potestades infernales que, por invisibles, nadie las pudo ver pero que estaban en ese lugar, porque allí las dejaron los dos vagos ex gobernadores y sus compinches.
Según los testimonios vertidos, desde ese día, reina la paz y la tranquilidad. Cesaron los gritos desaforados y llenos de dolor; ya no hay almas en pena ni demonios que alteren la tranquilidad gubernamental, solo prevalece por los aires la frase del Padre Lankester:
“El diablo los puede confundir, no le sigan el juego. Cualquier cosa que escuchen, no le crean”.
(La historia fue alterada, pero no los personajes. Cualquier parecido con la realidad no es coincidencia, realmente ocurrió, pero el autor la noveló)