La ola que no quisieron ver

COMPARTE LA COLUMNA RAYOS Y CENTELLAS

por Talcual
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Decenas de miles marcharon en la Ciudad de México y en distintas ciudades del país para exigir libertad, justicia, democracia y para protestar contra lo que consideran un creciente deterioro institucional y una corrupción gubernamental normalizada. Fue una jornada atípica por su diversidad: a los bloques de jóvenes de la Generación Z se sumaron profesionistas, médicos, campesinos, abogados, académicos, trabajadores y ciudadanos indignados por el asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, crimen que volvió a dejar en evidencia la fragilidad del Estado frente a la violencia.

Las consignas fueron durísimas. Acusaron a un régimen que, aseguran, ha destruido instituciones autónomas, ha capturado otras —como el Poder Judicial— y mantiene una política de omisión, incapacidad y negación frente a la inseguridad. La Generación Z, acompañada de miles de mexicanos de todas las edades, salió a marchar en defensa de una palabra que parece simple pero que en estos tiempos se ha vuelto incómoda para el poder: libertad. Libertad para denunciar corrupción, impunidad, abusos y una evidente ausencia de respuestas gubernamentales.

Porque de parte del llamado “gobierno del pueblo” lo que recibieron fue represión, gas pimienta, escudos y un comunicado que culpó a la derecha internacional. Una narrativa que ya es rutina: deslizar la responsabilidad, inventar enemigos y evitar cualquier autocrítica. Respuestas claras, ni una.

Como era previsible, la presidenta Claudia Sheinbaum intentó sortear el tema con declaraciones suaves. Desde Tabasco, mientras entregaba tarjetas de Becas Benito Juárez, dijo que “no se vale usar la fuerza para cambiar las cosas” y que su gobierno apuesta por la paz y la democracia. Del enfrentamiento entre policías y manifestantes apenas mencionó que “no fueron tantos jóvenes”, un comentario que no es casual: es táctica.

La rebelión!

Se remitió a la historia —la suya y la de López Obrador— recordando marchas desde Tabasco hasta la Ciudad de México, siempre “sin hacer relajo”, siempre confiando en el voto popular. Pero esa analogía, lejos de acercarla a los jóvenes, la distancia: aquellos movimientos enfrentaban un poder que los ignoraba; hoy, ella encabeza al poder que ignora a quienes salen a las calles.

Los golpes, heridos y detenidos por los choques con la policía delataron que la “paz” del discurso no alcanzó para contener la inconformidad.

En Palacio Nacional, la estrategia comunicacional —diseñada por Jesús Ramírez, Jenaro Villamil, Epigmenio Ibarra, Rafael Barajas “El Fisgón” y compañía— ha optado por minimizar la participación de quienes no son jóvenes. La instrucción: reducir la marcha del 15 de noviembre a una expresión juvenil aislada, como si los adultos no tuvieran demandas, como si el enojo no fuera transversal, como si la inconformidad pudiera fragmentarse por edad para volverla políticamente inofensiva.

Pero la calle contó otra historia: marcharon juntos quienes crecieron con guerras sucias, quienes votaron alternancias, quienes soñaron con un cambio y quienes hoy se sienten traicionados. Marchó la generación que gobierna —y que ya olvidó su propia rebeldía— junto a la generación que apenas comienza a exigir.

Lo que vieron, o lo que intentaron no ver, fue una oleada social que no se explica por un discurso, sino por un hartazgo acumulado. Y esa ola, por más que quieran minimizarla, ya está registrada en la memoria colectiva.

No fue una marcha más. Fue el aviso.

EL DISCURSO, LA MARCHA Y EL ESPEJO

Como era de esperarse, la presidenta Claudia Sheinbaum salió a comentar la bronca que se armó en la llamada Marcha de la Generación Z. Lo hizo desde un escenario cómodo: en Tabasco, entregando tarjetas de las Becas Benito Juárez a jóvenes que, por supuesto, no estaban protestando. Ahí lanzó el mensaje de que “no se vale usar la fuerza para cambiar las cosas” y que su gobierno apuesta por la “buena onda y la paz”. Un discurso cuidadosamente empaquetado, pero desconectado del enojo que se vivió en el Zócalo.

Sobre los incidentes ocurridos en la capital —donde sí hubo encontronazos entre policías y manifestantes, heridos y detenidos— apenas dedicó un par de líneas: que “no fueron tantos jóvenes” y que su administración está comprometida con la democracia. Ese comentario, aparentemente inocente, tiene más estrategia que sinceridad.

La presidenta recurrió, además, al antiguo libreto que funcionó durante la oposición: recordar las marchas de los años en los que ella y López Obrador caminaban desde Tabasco a la Ciudad de México “sin relajo, sin destrozos y confiando en el voto”. Es un guiño a la nostalgia, pero también una forma sutil de deslegitimar las protestas actuales: nosotros sí marchábamos bien; ellos no.

Sin embargo, las comparaciones son injustas: aquellos recorridos se hacían contra un poder que los ignoraba; estas marchas se hacen contra un poder que, paradójicamente, ahora es el suyo. Y el que está reproduciendo exactamente las prácticas que antes denunciaban.

La reacción tibia, el énfasis en la paz y la omisión de responsabilidades no fueron casuales. Forman parte de la estrategia construida en Palacio Nacional por el círculo de asesores en comunicación —Jesús Ramírez, Jenaro Villamil, Epigmenio Ibarra, Rafael Barajas “El Fisgón” y compañía— quienes han recomendado a Sheinbaum minimizar la presencia y el peso de los manifestantes que no pertenecen a la Generación Z. En su narrativa, los adultos inconformes “no tienen demandas relevantes”. Así, diluyen el alcance real de la protesta y reducen su impacto público.

Es el reflejo de un gobierno que quiere a los jóvenes en las listas de becas, pero no en las calles; que presume diálogo mientras responde con escudos; que revive viejas anécdotas para no enfrentar realidades nuevas.

La Marcha de la Generación Z dejó claro que hay un descontento creciente y transversal. El intento oficial por restarle importancia no es señal de calma: es señal de preocupación. Porque cuando el poder empieza a hablar de “paz” mientras mira hacia otro lado, suele ser porque el ruido en las calles ya comenzó a incomodarlo.

AGUA, POLÍTICA Y SEÑALES

El pasado jueves por la tarde, en las instalaciones de la CANACO de la capital, el Grupo Parlamentario del PRI en el Congreso de la Unión llevó a cabo un nuevo Foro sobre la reforma a la Ley de Aguas Nacionales, un ejercicio que, más allá del protocolo, buscó algo poco común en tiempos de decisiones verticales: escuchar. No a técnicos encerrados en oficinas, sino a quienes viven día a día las consecuencias de lo que se aprueba en San Lázaro: agricultores, ganaderos, representantes de cámaras empresariales, activistas y comunidades que saben que el agua no es un tema académico, sino de supervivencia.

Tony Meléndez, diputado federal priista, abrió la jornada resaltando la urgencia de estos espacios. Lo dijo con claridad: cualquier reforma al marco hídrico tendrá impactos profundos en el campo y en las comunidades, y avanzar sin escuchar a los sectores productivos sería legislar a ciegas. En un país donde el estrés hídrico se agrava, donde los conflictos por el agua asoman en cada cuenca y donde el equilibrio entre producción, consumo urbano y conservación es cada vez más frágil, no se exagera cuando se habla de urgencia.

Lo cierto es que estos foros están funcionando también como termómetro político. Y vaya que en Chihuahua el termómetro se mueve. Entre café, bromas y esa cábula sabrosa que se disfruta más que los propios análisis, algunos “politólogos de sobremesa” —de esos que mezclan intrigas con anécdotas y creen que la política es un buen vino que se cata con discreción— hacen una lectura interesante: si Tony Meléndez aceptara ser candidato a la gubernatura en 2027 con la bandera tricolor, Alex Domínguez podría anotarse el acierto de su vida.

Y no es descabellado. Ven en él un “gallote” capaz de competir en una contienda que se anticipa compleja, polarizada y donde el PRI no puede darse el lujo de improvisar. Meléndez tiene algo que pocos perfiles del tricolor conservan: estructura, presencia territorial, y, sobre todo, un discurso que conecta con sectores que el priismo había perdido hace años. En pocas palabras, representa la posibilidad —aunque sea mínima— de regresar al tablero grande.

Por ahora, el Foro de la Ley de Aguas se presentó como un ejercicio de escucha; pero para quienes leen entre líneas, también dejó ver señales, movimientos y la silueta de una posible candidatura que, conforme avance el tiempo, podría dejar de ser rumor para convertirse en apuesta.

En política, nada es casual. Y en Chihuahua, menos.

 

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