El nefasto Pato Ávila

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Por Rafael Navarro Barrón

El nefasto Javier ‘El Pato’ Ávila, fue y seguramente es el sacerdote preferido de Javier Corral Jurado. El personaje religioso es una réplica en la inmoralidad, doble discurso y fantasía histriónica que caracterizan al exgobernador panista.
Durante 72 horas, el Pato, de unió al coro de Jesuitas que incendiaron mediáticamente el país y el mundo por el crimen de dos sacerdotes de la Compañía de Jesús, asentados en la comunidad de Cerocahui, en la sierra tarahumara.
El reclamo de los discípulos de Ignacio de Loyola, al que se unió el Sumo Pontífice desde El Vaticano, refiere que el presidente López Obrador es un fracaso por su falaz estrategia contra el crimen organizado y, en particular, por su intento de pacificación del país a través de “abrazos y no balazos”.
La estrategia fallida de AMLO fue repetida por los sacerdotes jesuitas en las homilías luctuosas, en declaraciones públicas, pero el Pato Ávila cambió la ya visión y el rumbo. Ya no es el gobierno federal, ni el Ejército, ni la Guardia Nacional, sino ahora es Maru Campos la responsable de que operen en la sierra las bandas delincuenciales.
A esa confabulación mediática se unió el famoso Pato que, en 72 horas ocupó la mayoría de los espacios periodísticos del país y del extranjero; su perorata estaba muy bien dibujada en contra del gobierno federal, hasta que experimentó una vulgar metamorfosis para enfrentar, como consigna, al gobierno panista, a cuya gobernadora odia por osmosis, en apoyo a su mentor Javier Corral Jurado.
El periódico La Jornada, difundió en su edición del 27 de junio, la versión del Pato Ávila en relación a un supuesto rompimiento con el gobierno de Maru Campos.
Conociendo la tendencia acomodaticia y traidora del cura jesuita, se esperaba que tarde o temprano cambiara el sentido de su lucha pues era incomprensible que sostuviera una postura de oposición al gobierno de López Obrador.
La Jornada publicó como nota principal la siguiente información: “Desde hace varias semanas, el jesuita Javier Ávila Aguirre, director de la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos (Cosydhac), mantenía un diálogo con el gobierno del estado de Chihuahua urgiendo por una solución al desplazamiento de una comunidad cercana a Creel, ocupada en su totalidad por una banda delincuencial.
Hoy, declara a La Jornada, “rompo ese diálogo, no tiene sentido seguir hablando si no se resuelven los problemas”.
Estos días recientes, en medio del impacto y el dolor por el asesinato de sus hermanos sacerdotes de Cerocahui Javier Campos y Joaquín Mora, recibió la llamada de una madre desesperada. Horas antes de que los hombres de José Noriel Portillo, El Chueco, llegaran a la parroquia donde cometieron el triple homicidio, pasaron por la casa de otra familia con la que habían tenido problemas. Mataron a Raúl Osvaldo Berrellesa (22 años) enfrente de su esposa, secuestraron a su hermano y quemaron la casa.
“Hoy corto cualquier diálogo con el gobierno del estado de Chihuahua, hasta que no aparezcan estos jóvenes. Su madre clama por ellos. Ya pasaron ocho días. A mis hermanos Javier Campos y Joaquín Mora los encontraron en 72 horas y lo agradezco de corazón. Pero a estos muchachos, ¿por qué no? ¿Por qué no salió en la prensa? ¿Por qué no fue una bomba internacional como lo de los jesuitas? ¿Quieren colgarse la medallita de que son muy efectivos?” (Hasta aquí el extracto de la nota de La Jornada).


Resulta extraño el viraje de este ‘seudo vedette’ metido a sacerdote. Perfectamente sabe, porque ha vivido en Creel y conoce las atrocidades de la Sierra Tarahumara, que Cerocahui es una de las pequeñas poblaciones, que se encuentra ubicada en los 27 municipios tarahumaras explotados por los narcotraficantes de la región.
Es evidente que junto a la posición de los jesuitas, el silencio sea un vergonzoso mecanismo de comunicación del ‘Príncipe de la Tarahumara’, Juan Carlos Loera de la Rosa que hasta hace unas semanas sostenía que su principal actividad como súper delegado de Bienestar era el amplio trabajo de apoyo a los hermanos de la sierra de Chihuahua.
El silencio es sospecha. En el crimen de los sacerdotes jesuitas resalta un hecho por demás revelador. A la comunidad de Cerocahui intentaron ingresar funcionarios menores de Bienestar con la finalidad de realizar un barrido y llevar hasta ese remoto lugar los programas federales.
Los enviados de Bienestar fueron secuestrados y corridos del lugar, hecho que fue perfectamente documentado, pero no hubo intervención oficial.
En las incursiones de Loera y su trabajo con el que se llenaba la boca en las redes sociales es importante preguntarle si alguna ocasión observó a los narcotraficantes y más aún, si alguna vez convivió con ellos.
Porque de aquí en adelante la sospecha estará en la mente de todos. No es posible que la orden de los jesuitas esté revelando tanta información de lo que ocurre en la sierra y su príncipe, Juan Carlos Loera, no sepa nada o ignore los testimonios de terror y muerte.
El representante de Bienestar ¿nunca observó la falta de vigilancia ni municipal, ni estatal, mucho menos del Ejército Mexicano o de la Guardia Nacional?
Precisamente, la organización que dirige el sacerdote Ávila, documentó en la década de los 80s y 90s la incursión militar que estuvo marcada por infinidad de atropellos de las fuerzas castrenses, fundamentalmente en la violación de mujeres rarámuris y el asesinato y desaparición de tarahumaras que sembraban amapola y mariguana.
En los poblados serranos, las policías municipales, no tienen la capacidad de frenar al crimen organizado, pero si lo sirven con mucha eficacia.
Y en todo este entuerto, lo que el nefasto Pato Ávila no dice es que los informes de inseguridad señalan que el problema se agudizó durante el gobierno de Javier Corral, al abandonar el combate al crimen organizado.


En 2018, la Consultoría Técnica Comunitaria difundió un informe, a partir de un diagnóstico de 20 municipios, donde concluyó que el crimen organizado se había apoderado de comunidades y poblaciones enteras en la región, con un incremento radical en asesinatos, secuestros, desapariciones y desplazamientos forzados, que fragmentaron el tejido social.
De acuerdo con el informe, casi 300 mil habitantes vivían asolados por el crimen organizado. En sólo cuatro años los asesinatos tuvieron una espiral ascendente incontrolable. En Guadalupe y Calvo, la entrada a Chihuahua del Triángulo Dorado que controla el Cártel de Sinaloa, hubo 667; en Urique registró 195. La consultora recordó que el clima se enrareció desde 2006, cuando comenzó la guerra contra las drogas en el gobierno de Felipe Calderón, y continuó durante el de Enrique Peña Nieto. Si con presencia federal en la región el choque contra el crimen organizado causó mucha sangre tarahumara, la ausencia del gobierno, bajo López Obrador, agravó la de por sí terrible situación.
La obra jesuita, instalada en la sierra de Chihuahua desde el siglo pasado, es una tormentosa mezcla de pasiones y actividad político-religiosa y delincuenciales.
La decisión de los obispos y sacerdotes de las diócesis de Chihuahua y Ciudad Juárez, de mantenerse al margen de la lucha que sostiene en este momento la Compañía de Jesús en su petición de justicia, es más que evidente.


No se ha dado un pronunciamiento oficial de las demarcaciones religiosas dirigidas por José Guadalupe Torres Campos, en Ciudad Juárez y por Constancio Miranda Weckmann, en Chihuahua porque desde hace años existe una profunda división, una separación entre diocesanos y jesuitas que se deriva de la forma de transmitir el evangelio.
Es más que evidente el libertinaje de los curas jesuitas, literalmente bajo el contenido exacto de uno de los personajes de la película que narra “El crimen del padre Amaro”.
Los sacerdotes de la Compañía de Jesús distan mucho de llevar una vida de santidad, salvo sus honrosas excepciones. La entrega a las comunidades indígenas de los sacerdotes asesinados, es una muestra de la forma en que trabajan los responsables de la ‘contra reforma’; excepciones dignas de narrar y de tomar en cuenta.
No sucede así con otra facción de los jesuitas que no están a favor del movimiento Pro-Vida que proclama oficialmente la Iglesia Católica en defensa de la vida y la familia en una abierta oposición al aborto y a las corrientes lésbicogay.


No, particularmente el Pato Ávila es defensor del aborto y de las corrientes lésbicogay. Fue uno de los defensores públicos del logotipo que utilizó Javier Corral en su gobierno, que llevaba los colores del arcoíris, versión iconográfica del movimiento LGBT en el mundo.
Al padre Pato le pareció bien esa la versión de Javier Corral y la frase representativa “Unidos con Valor”, que fue ampliamente criticada por su tendencia lésbicogay.
Agazapado en las penumbras vergonzosas, luego de su colaboración en el gobierno corralista, donde se ahuevó, violando la ley, a ser funcionario de gobierno, el cura rebelde, el sacerdote ingobernable apodado El Pato, ahora está en la luz pública constituyéndose como vocero y predicador de las homilías luctuosas en las que nunca habló de Jesucristo, pero si fueron pródigas en improperios hacia las hordas de políticos ineptos.
Olvida Ávila su pasado reciente. Hastiado por el olor a leña de chimenea y la pobreza serrana, dejó la opción por los jodidos porque le surgió la esencia de pequeño burgués; su vida dio un vuelco para ir a tono con el mecenas quinquenal, Javier Corral.
Siguió la ruta de un ideólogo endemoniado como es el ¿sacerdote? Dizán Vázquez Loya y Camilo Daniel Pérez, dos icónicos personajes de los movimientos clericales, ambos suspendidos en algunas etapas de su vida. Este trío fueron los encargados de mantener a raya a los arzobispos Adalberto Almeida y Merino, José Fernández Arteaga y Constancio Miranda Weckman.
Los tres curas rebeldes fueron un dolor de huevos para los obispos y arzobispos pues se constituyeron en los orquestadores de la ofensiva emprendida por los movimientos políticos en la entidad en apoyo a los promotores del Verano Caliente de 1986 y a los movimientos de los campesinos en el noroeste de la entidad.
Surgieron y actuaron en apoyo al arzobispo Almeida y Merino y a los obispos José Llaguno y Manuel Talamás Camandari.
Adalberto Almeida y Merino era el arzobispo de Chihuahua que protagonizó aquel esfuerzo por apoyar la vida democrática en Chihuahua y proclamó, una semana después de las elecciones, el 13 de julio de 1986, el cierre de los templos de Chihuahua y la cancelación de las misas de ese domingo. Sin embargo, el delegado apostólico del Vaticano, Girolamo Prigione, anuló la orden del arzobispo.
Figuras claves de este movimiento fueron los curas rebeldes de la arquidiócesis de Chihuahua, además de los sacerdotes de Ciudad Juárez y la Tarahumara, en apoyo a sus líderes religiosos.
Javier Ávila es Licenciado en Filosofía y Letras y Licenciado en Teología. Ya ordenado sacerdote, en el año 1975 llegó a la Sierra Tarahumara en Chihuahua. La llamada diócesis de la Tarahumara tuvo su primer obispo en 1975, cuando el papa Paulo VI nombró al jesuita, monseñor José Alberto Llaguno Farías, al frente de ella.
La pléyade de sacerdotes rebeldes, con el extinto Llaguno a la cabeza, fue el cerebro y motor de las Comunidades Eclesiales de Base que aún se sostenían, totalmente desvencijadas, como ocurre en Ciudad Juárez, con la presencia del cura Javier Campos, a quien apodaban el ‘Padre Gallo’, uno de los asesinados en Cerocahui.


El Padre Gallo instrumentó el surgimiento de las Comunidades Eclesiales de Base, principiando su presunto ‘apostolado’ en Guachochi. El sacerdote Campos era un seguidor de Oscar Arnulfo Romero, el obispo salvadoreño asesinado en el año 1980. En la frontera juarense, este menguado programa que se utilizó para inyectar el socialismo marxista lo encabezó el padre Oscar Enríquez, actualmente convertido en un necio marxista de la tercera edad, que está perdido entre el activismo y la vida religiosa.
La sierra se llenó de religiosos rojillos, muchos de ellos amigos de criminales de la región, a quienes casaban en ‘santo matrimonio’; los curas eran los encargados del sacramento del bautismo para los hijos (dentro y fuera del matrimonio) de los delincuentes, como ocurrió con José Noriel Portillo Gil, alias “El Chueco”, bautizado por uno de los ministros asesinados por el gatillero.
En ese ambiente se mueve el Pato Ávila. El ministro jesuita ha navegado durante años con el mitote de un liderazgo social y derechohumanista, además de promoverse como fundador de la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos, A.C.
La COSYDDHAC, una de las primeras Comisiones de Derechos Humanos a nivel nacional y la primera en el Estado de Chihuahua, perdió su esencia como defensora de los pueblos indígenas.
Ahora su dirigente es un descalificado vocero. Se auto descalificó cuando dejó su ministerio y la sierra para sumarse al gobierno corralista y encabezar el equipo de transición de la nueva administración estatal en el área de atención a los indígenas, como lo informó en su momento Javier Corral Jurado.
Corral repetía una y otra vez que “le encantaría que fuera el Pato quien asumiera la Coordinación Estatal de la Tarahumara” puesto que su trabajo de años a favor de los derechos de los Rarámuri, le da el perfil idóneo, sin embargo, su condición de sacerdote le impide ocupar un cargo en el gabinete estatal.
En algún tiempo se reconoció su posición a favor de los abusos en la sierra, pues El Pato Ávila fue una de los activistas que más luchó por la justicia social y los derechos indígenas.
Después de la matanza del 16 de agosto de 2008 en la comunidad de Creel donde 13 personas fueron brutalmente asesinadas al exterior de un salón de fiestas, su posición de defensa no tuvo límite, pero fue infructuosa.
A causa de la lucha, el gobierno lo ha provisto de vigilancia permanente para evitar ser víctima de algún atentado.
Al no quedar en la primera posición ofrecida por Corral, al Pato Ávila se le encontró lugar como miembro de la Comisión de Atención a Víctimas de la Violencia.
La Iglesia Católica de Chihuahua, a través de su vocero, Gustavo Sánchez Prieto “El Padre Negris”, transmitió el apoyo de la arquidiócesis al nombramiento del padre jesuita Javier Ávila, tema que cobró resonancia a raíz de la demanda de amparo contra dicha designación, interpuesta por Rodolfo Leyva, ex consejero Presidente del ICHITAIP.
Con la venia del arzobispo Constancio Miranda, el padre Sánchez Prieto salió a respaldar la presencia de su colega, el padre Ávila, en la función pública asignada a éste por designio de Corral.
Don Constancio Miranda, era uno de los integrantes de la nómina secreta de César Duarte. Estuvo recibiendo recursos económicos millonarios de la administración pública del que el propio Javier Corral apodaba el ‘vulgar ladrón’. El arzobispo nunca regresó al erario público lo obtenido legalmente. De allí su vergonzoso silencio.
La santidad del Pato Ávila fue vulnerada 14 meses después del triunfo de su amigo, mentor, mecenas y cómplice.


Un grupo de personas originarias de la zona serrana del estado, se manifestaron en el exterior del Palacio de gobierno para exigir la entrega de un fideicomiso así como la expulsión de María Teresa Guerrero de Coefi y del padre Pato Ávila.”
Las pancartas eran significativas:
“Bosque de San Elías no existe”, “Teresa Guerrero entrega el fideicomiso. Somos 33 rancherías, solo pagas a los de Río, Fuera de Coefi”, “Padre Pato, con ley o sin ley siempre explota nuestras comunidades”, “María Teresa Guerrero, fuera de Coefi, eres juez y parte”, decían las pancartas.
Señor Gobernador, Teresa Guerrero, El Padre Pato… mienten escuche la verdadera…”, se alcanza a leer en una de las pancartas.